El filósofo y profesor Antonio Marina dijo en una ocasión que en este país, si a unos padres les daban a elegir entre que sus hijos tuvieran una buena formación o una buena titulación, optaban por lo segundo. No es culpa de los padres, sino del sistema. Primero que a esos padres les gustaría que sus hijos tuvieran la mejor formación posible, la cual debería de acarrear su titulación; segundo, que la mayoría de instituciones de este país, valoran la titulación, no la educación.
El hecho musical se compone fundamentalmente de unas personas que crean una música, otras que la materializan cuando la ejecutan y otras que la escuchan. En muchas ocasiones, la dos primeras funciones recaen en la misma persona que, o bien interpreta lo que ha creado, o bien interpreta lo que siente en ese momento de manera improvisada. En la mayoría de los estilos musicales, tanto la interpretación como la creación requieren un componente técnico que se puede adquirir de manera autodidacta o bien a través de una educación musical. Para facilitar la labor, se crean diversos tipos de instituciones educativas en las que se forma de una manera reglada, intentando adivinar cuáles serán aquellas competencias que los músicos deberán tener para desarrollar al máximo sus posibilidades creativas o interpretativas.
Aquí ya nos encontramos con una de las grandes taras del sistema educativo, que es considerar que el sistema reglado es el único que capacita para la formación de artistas. Existen grandes músicos que no obtuvieron la correspondiente titulación sino que mezclaron unas importantes cualidades innatas, con el aprendizaje no reglado, tanto en clases privadas, como en diferentes experiencias artísticas.
Para el tercer actor del hecho musical, es decir, el oyente, la titulación no es relevante. Esto hace del arte algo muy diferente a otras disciplinas académicas: prefiero que me opere un cirujano titulado en una Universidad de garantía porque dicha titulación me permite presuponer que tendrá las destrezas y conocimientos necesarios para llevar a buen puerto la intervención quirúrgica; del mismo modo que, prefiero que la estructura de la casa donde vivo esté calculada por un arquitecto titulado y el puente por el que circulo todos los días esté proyectado por un ingeniero. A simple vista se me pueden escapar detalles que pueden ser vitales, pero esto no sucede con el arte: puedo comprar un cuadro si me gusta y no me siento más reconfortado por saber que el artista es licenciado en Bellas Artes. Puedo escuchar a Pavarotti sin importarme si canta de oído o sin saber cuántos sobresalientes obtuvo en su Conservatorio. Nadie pide títulos para dejar subir al escenario o para dejar que escriba un libro o ponga un pincel en sus manos.
Esto no quiere decir que los centros de formación artística sean innecesarios; dichos centros, de estar bien diseñados, constituyen un “acelerador” para el alcance de las competencias que un artista debe alcanzar para ser mejor artista y, en teoría, los escenarios, las salas de exposiciones y las editoriales se le abrirán no por esa titulación, sino por lo mejor artista que es después de haber pasado por ellos.
Por último, el hecho que sea una formación reglada puede tener utilidad cuando no sólo queremos saber cómo toca un intérprete, por ejemplo, sino también sus conocimientos teóricos sobre repertorios, su amplitud y conocimiento de estilos, su capacidad de afrontar nuevos repertorios...en fin, una serie de aspectos que, al escuchar un disco, no tenemos capacidad para detectar.
Pero darle esta utilidad a la formación reglada en el arte es algo irrisorio. Si yo necesito un violonchelista que toque en mi orquesta lo que haré será escuchar cómo toca, como lee a primera vista y cómo es capaz de seguir las instrucciones de un director. El tiempo que dura dicha prueba es suficientemente escaso como para no arriesgarme a contratar uno por un título, entre otras cosas porque no sirve de nada si esa persona no ha vuelto a coger el instrumento desde el día que salió de su conservatorio con el título bajo el brazo.
Las empresas difícilmente solicitan un título de inglés homologado si en un proceso de selección hay una entrevista, ya que, simplemente con solicitar que responda a algunas de las preguntas en el idioma indicado se puede apreciar perfectamente su nivel.
Una vez cogida con pinzas esta necesidad de la existencia de una formación reglada y una titulación en las enseñanzas artísticas, el segundo paso es el de definir el currículo. Es decir, cuáles son las competencias que tienen que alcanzar sus egresados y a través de qué contenidos agrupados en diferentes asignaturas lo logran.
En Finlandia se dice que lo importante es seleccionar buen profesorado, y después, darle confianza con la seguridad que enseñarán aquello que consideren más adecuado. En los estudios superiores, muchos países establecen una parte mínima como currículo oficial, dejando la gran mayoría de asignaturas abiertas a la optatividad para dejar que cada estudiante curse aquello que considere más interesante. La titulación dará unas nociones generales sobre la competencia de sus licenciados, pero cada uno se especializará en aquello que considere más interesante para su futuro.
Supongo que para los reguladores de nuestro país, este libertinaje puede hacerles rasgarse las vestiduras, y no les falta razón. En nuestro país, con un estrecho margen para esa optatividad, el alumnado suele acudir a buscar el “aprobado más barato” con asignaturas que apenas le aportan nada a su formación. Los pedagogos más reputados consideran que, del mismo modo que si dejamos que sean los usuarios quienes definan la calidad de la televisión estaríamos inundados por la telebasura; en la educación no hay que impartir lo que el alumnado quiere, sino lo que la sociedad necesita, aunque ellos no lo sepan.
Aún pensando que este planteamiento sea correcto (que no tiene por qué no serlo), el pasarlo a la práctica es algo un poco complicado; porque deben funcionar correctamente varios mecanismos:
Que las personas que decidan lo que se debe aprender sean las adecuadas, teniendo una visión de futuro lo suficientemente adecuada y no dejándose llevar por intereses partidistas u otros aspectos.
Que las personas encargadas de desarrollar esas directrices sean las adecuadas, no dejándose llevar por intereses corporativos y exista un equilibrio entre el coste necesario y los resultados a obtener con cada reforma.
Que el profesorado entienda perfectamente cuál es el espíritu de la reforma, el hecho global del sistema educativo y la parte orgánica correspondiente a su asignatura. Con la capacidad a su vez de evolucionar dicha asignatura con la experiencia.
Que de lo que se esté hablando sea algo que pueda soportar los plazos largos de las reformas educativas, evitando que, cuando se ponga en marcha ya esté obsoleto.
En nuestro país podemos encontrar ejemplos del primer problema en la LOMCE: mientras el resto de países desarrollados se están replanteando si la educación del siglo XX es útil para los retos del siglo XXI, en España el núcleo de la discusión era cuántas horas de religión, cuánta educación para la ciudadanía y cuánto de idioma materno.
Una vez realizado el currículo básico, cada comunidad autónoma tiene que nombrar un equipo que desarrolle este currículo. La posibilidad de elegir personas adecuadas a nivel nacional se ve limitada cuando se reúnen en cada comunidad autónoma. No existe, cómo en otros países con mejores resultados educativos, un plan de carrera y un sistema de selección sistemático para que los mejores lleguen a estos lugares. Pero aún en el caso de encontrar personas idóneas, el siguiente paso es pensar que serán capaces de pensar en el bien del alumnado y del contribuyente en la misma medida que pensarán en el bien del profesorado; debidamente presionados por los sindicatos y los departamentos con más influencia, ya que de “hinchar” o no el peso de una asignatura puede depender el puesto de trabajo de un número importante de profesores que únicamente están acreditados para impartir esa asignatura.
Sobre el tercer problema, es conocida la enorme distancia, en cuanto a la enseñanza musical entre lo que pensaban quienes hicieron la LOGSE y lo que entendimos en los Conservatorios, con las terribles consecuencias de que nadie nos explicara qué pasaba. El resultado es que he visto muchos profesores hacer lo mismo en una clase de una determinada asignatura de un plan antiguo con unas características radicalmente diferentes que en la nueva asignatura que el nuevo plan le ha impuesto.
El cuarto problema, parece que es patrimonio del ámbito científico o tecnológico, en las cuales existe la posibilidad de dejar contenidos obsoletos es mayor. Sin embargo, innovaciones pedagógicas de mediados del siglo XX como Montesori o Wandorf apenas han entrado en la escuela pública, del mismo modo que nuevas corrientes musicales, si por nuevas consideramos las que tienen menos de un siglo, siguen estando vetadas en muchos Conservatorios donde, por muchas reformas que se intenten imponer, se sigue enseñando prácticamente lo mismo de siempre, del modo tradicional y ajenos a los vertiginosos cambios de nuestro entorno.